El lejano sonido de
la ciudad, con sus coches, sirenas y gritos, fue invadido por un
estridente chirrido. Ruedas oxidadas que acompañaban a una sinfonía
de hierros y alambres de un destartalado carrito de la compra.
Dos chicos, ya no tan
jóvenes como ellos creían, se habían apartado de las calles más
iluminadas para orinar en el asfalto. Toda la tarde bebiendo, les
obligó a evacuar la vejiga pasada la media noche. El exceso de
alcohol les llevaba a hacer dibujitos que se deformaban al esparcirse
y les provocaba estúpidas risas. Si algo les divertía más que
miccionar en la calle, era molestar a los mendigos cuando les
demandaban un gesto de buena voluntad. Entre sus bromas de mal gusto
preferidas estaba la de verter el resto del cubata en el cartón de
vino del pobre hombre que, alcoholizado, no dudaba en beber con
ansia. El más locuaz animaba a que lo apurase de un trago, mientras
el otro le premiaba con un chorrito extra si lo conseguía. Cuando el
mendigo se atragantaba con las prisas, no dudaban en golpearle
exageradamente la espalda entre risas y mofas.
A pesar de haber
acabado, se negaron a apartarse del camino del supuesto mendigo.
Hincharon la espalda, como era su costumbre frente a las chicas del
gimnasio, para aparentar más musculatura de la que ocultaban sus
impecables chaquetas de marca. Mantuvieron la posición, cruzando
miradas cómplices al maquinar cómo humillarían al desgraciado.
El chirrido cesó, y
los crujidos del carrito fueron sustituidos por un inquietante
caminar, que se arrastraba con desgana mientras las farolas se iban
apagando a su paso.
Temieron que no fuera
un sólo mendigo y se giraron rápidamente. Encarados a la más
extraña comitiva que jamás habían visto, se quedaron inmóviles a
pesar que su instinto les avisaba que se marcharan. Pero la estupidez
se imponía a la razón del instinto.
Varias figuras
escoltaban un desvencijado carrito, alumbrando tenuemente el camino
con faroles de gas. Con paso lento y solemne, la comitiva avanzaba
hacia los chicos que les cortaban el paso, hasta detenerse con un
riguroso silencio.
Los faroles siseaban
como serpientes que amenazaban a su presa, mientras titilaban creando
un extraño efecto de parpadeo en las demacradas caras de sus
portadores. Caras ocultas bajo sombreros de copa que hacía mucho
habían perdido su forma. Zurcidas chaquetas caían sobre los
hombros, arrugándose para cubrir sus cuerpos, varias tallas más
pequeños. Viejos zapatos que alguna vez tuvieron brillo y esplendor
completaban un grotesco vestuario que tenía poco de elegante.
Los chicos
continuaron plantados en medio de la calle, a pesar del temor,
inconfesable eso sí, que les producían tan extraños personajes. No
se apartarían por un puñado de desarrapados.
Los mendigos
balanceaban las lamparas mientras canturreaban algo ininteligible,
mezcla de lloriqueo con algún tipo de oración. La calle, iluminada
por el resplandor de los faroles impedía ver más allá de la
comitiva, aunque se podía intuir los rostros en las sombras que los
miraban mientras continuaban inmóviles. Uno de los mendigos sonrió,
mostrando su estropeada dentadura y provocando la reacción airada de
uno de los chicos.
Visiblemente enfadado
combinó amenazas e insultos mientras animaba a su amigo a apoyarlo.
Su reacción fue tan agresiva que parecía que sus tatuajes
serpenteaban por las venas hinchadas. La mezcla de nervios con
alcohol le animó a retarlos a enfrentarse con él.
Los mendigos
respondieron soltando el carrito, que se deslizó calle abajo
obligándolos a apartarse ante el riesgo de ser atropellados.
El paso del carrito
por su lado les permitió observar curiosos su macabro contenido. Una
exquisita combinación de flores de plástico polvorientas y hojas
secas, todavía embarradas, adornaban un neumático desgastado que lo
coronaba. Cruzándolo, una cinta policial en la que alguien había
tachado el “No pasar”, y sustituido por alguna dedicatoria de
difícil lectura. Varios ramos de flores marchitas caían por los
bordes, como seres apenados que se lamentan por la pérdida de un
compañero. Observaron, apretujado en el interior, el cuerpo inerte
de un hombre que yacía sobre un lecho de mantas viejas. Lo habían
vestido con lo que en su día fue un traje plateado, adornado con
brillantes que habían sido arrancados. La cara del finado que, con
la piel apretada a los huesos, los ojos hundidos en sus cuencas y los
labios cuarteados cubiertos por una descuidada barba amarillenta,
temblaba al ritmo del traqueteo. Hasta que el carrito tropezó con
algo, se paró y la cabeza se agitó bruscamente con un desagradable
crujido.
Uno de los chicos
intentó tocar al muerto, desconfiando de su autenticidad, pero su
amigo lo interrumpió provocando un sobresalto en él que les asustó.
Entre gritos, descargaron la tensión con empujones mutuos hasta
darse cuenta que estaban rodeados por la comitiva, que había parado
la cantinela buscando respeto a su compañero fallecido.
El otro chico, más
cauto, tiraba de su amigo para apartarlo; el cual, con mezcla de
curiosidad y tozudez, insistía en quedarse a ver de que iba todo
aquel carnaval macabro. Los mendigos arremolinados alrededor, se
apartaron, dejando un hueco para los muchachos.
Reservado o cauto, el
caso es que mientras uno se apartaba, su amigo, más decidido, se
unió al círculo mirando con desafío a los mendigos a su lado. A
pesar de las recomendaciones para que se marcharán, parecía
fascinado con el extraño ritual.
Los mendigos miraron
al unisono al chico que se había quedado fuera. Intuyendo las
inexpresivas caras envueltas en sombras, no pudo aguantar la mirada y
bajó la cabeza. Reanudaron los cánticos superponiéndose levemente
unos a otros, pero acompasados para crear un efecto hipnótico que
llegaba incluso a marear. Se dio cuenta que el alcohol estaba
aumentando todas aquellas sensaciones y al momento ya estaba
arrodillado en el suelo sujetándose la cabeza con una mano.
Entre el coro de
voces distinguió la de su amigo. Con esfuerzo levantó la cabeza y
lo vio como, divertido, intentaba seguir la cantinela. Quería
rescatar a su amigo, de verdad lo quería, pero el miedo le impedía
acercarse.
Las risas se fueron
tornando un solemne cántico a medida que iba cogiendo el ritmo.
Aquello era de locos y su tatuado amigo empezaba a perder la razón.
Se levantó, manteniendo la mirada en el suelo sobre el que las
sombras danzaban al compás de la titilante iluminación. Entre las
sombras se distinguía, impecable, la de su compañero. Se dirigió
hasta el grupo de dolientes, evitando con cautela todo contacto,
hasta que pudo agarrar la chaqueta y tirar hacia fuera del corrillo.
Sin dejar de canturrear, se resistía a ser movido, obligando a dar
un fuerte tirón para apartarlo. Ahora sí consiguió moverlo,
haciéndole perder un zapato y despegar la suela del otro. Los
mendigos lo rodearon tirando con firmeza hacia el otro lado. A pesar
de sus esfuerzos no pudo evitar que su amigo se marchara con la
Compaña, desgarrando incluso la impecable chaqueta, que quedó en el
mismo estado lamentable que las de sus nuevos compañeros.
Uno de los mendigos
sacó un sombrero de algún lado y se lo colocó al nuevo miembro,
mientras con una voz cavernosa decía: “Ahora es nuestro y su
destino es ser un plañidero de pobres difuntos”.
Ante la insistencia
de los mendigos por incorporarle a la Compaña, el chico no dudó en
salir huyendo todo lo deprisa que sus piernas le permitieron,
mientras los otros se perdían por callejuelas adyacentes.
Ya nunca volvió a
ser el mismo y se volvió introvertido hasta extremos absurdos.
Abandonó el aseo personal y cada vez aparecía menos por casa.
Cuando lo hacía era para tumbarse al borde del coma etílico, hasta
recuperarse y combatir la resaca con más bebida. Lo único que
guiaba sus pasos era la obsesión por encontrar a su amigo para
rescatarlo de aquel destino miserable.
Hasta tal punto llegó
su obsesión que cuando oía un carrito ser arrastrado, no dudaba en
correr hacia el lugar e interrogar al portador. La negación era la
respuesta más habitual, para acabar en insultos mutuos cuando el
chico insistía, sin estar convencido de la respuesta.
En su deambular
cotidiano vio el resplandor de una hoguera en un callejón,
proyectando sombras en las paredes. Con premura fue al lugar donde
varios mendigos se calentaban alrededor de una estufa improvisada en
un bidón. Uno por uno fue descubriéndolos de sus capuchas con la
esperanza que alguno fuera su amigo desaparecido. Molestos por la
intrusión, los mendigos se defendieron con empujones, provocando la
ira del chico que comenzó a golpearlos. La violencia aumentó y no
tardaron en aprovechar su número para apalear al chico que acabó
tendido en el suelo sollozando entre hilillos de sangre.
Cansado y dolorido,
se resguardó en un portal donde se quedó dormido.
Un liquido caliente
lo despertó acompañado de una fuerte jaqueca. Levantó la mirada y
apenas pudo ver a dos muchachos que orinaban sobre él entre risas y
mofas, en un bautismo que definitivamente lo convertía en “uno de
ellos”.
FIN
Grotesca Compaña by Gregorio Sánchez Ceresola is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en http://relatosgregorio.blogspot.com.es/2015/10/grotesca-compana_14.html.
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