miércoles, 14 de octubre de 2015

Grotesca Compaña

El lejano sonido de la ciudad, con sus coches, sirenas y gritos, fue invadido por un estridente chirrido. Ruedas oxidadas que acompañaban a una sinfonía de hierros y alambres de un destartalado carrito de la compra.
Dos chicos, ya no tan jóvenes como ellos creían, se habían apartado de las calles más iluminadas para orinar en el asfalto. Toda la tarde bebiendo, les obligó a evacuar la vejiga pasada la media noche. El exceso de alcohol les llevaba a hacer dibujitos que se deformaban al esparcirse y les provocaba estúpidas risas. Si algo les divertía más que miccionar en la calle, era molestar a los mendigos cuando les demandaban un gesto de buena voluntad. Entre sus bromas de mal gusto preferidas estaba la de verter el resto del cubata en el cartón de vino del pobre hombre que, alcoholizado, no dudaba en beber con ansia. El más locuaz animaba a que lo apurase de un trago, mientras el otro le premiaba con un chorrito extra si lo conseguía. Cuando el mendigo se atragantaba con las prisas, no dudaban en golpearle exageradamente la espalda entre risas y mofas.

A pesar de haber acabado, se negaron a apartarse del camino del supuesto mendigo. Hincharon la espalda, como era su costumbre frente a las chicas del gimnasio, para aparentar más musculatura de la que ocultaban sus impecables chaquetas de marca. Mantuvieron la posición, cruzando miradas cómplices al maquinar cómo humillarían al desgraciado.

El chirrido cesó, y los crujidos del carrito fueron sustituidos por un inquietante caminar, que se arrastraba con desgana mientras las farolas se iban apagando a su paso.
Temieron que no fuera un sólo mendigo y se giraron rápidamente. Encarados a la más extraña comitiva que jamás habían visto, se quedaron inmóviles a pesar que su instinto les avisaba que se marcharan. Pero la estupidez se imponía a la razón del instinto.
Varias figuras escoltaban un desvencijado carrito, alumbrando tenuemente el camino con faroles de gas. Con paso lento y solemne, la comitiva avanzaba hacia los chicos que les cortaban el paso, hasta detenerse con un riguroso silencio.
Los faroles siseaban como serpientes que amenazaban a su presa, mientras titilaban creando un extraño efecto de parpadeo en las demacradas caras de sus portadores. Caras ocultas bajo sombreros de copa que hacía mucho habían perdido su forma. Zurcidas chaquetas caían sobre los hombros, arrugándose para cubrir sus cuerpos, varias tallas más pequeños. Viejos zapatos que alguna vez tuvieron brillo y esplendor completaban un grotesco vestuario que tenía poco de elegante.

Los chicos continuaron plantados en medio de la calle, a pesar del temor, inconfesable eso sí, que les producían tan extraños personajes. No se apartarían por un puñado de desarrapados.
Los mendigos balanceaban las lamparas mientras canturreaban algo ininteligible, mezcla de lloriqueo con algún tipo de oración. La calle, iluminada por el resplandor de los faroles impedía ver más allá de la comitiva, aunque se podía intuir los rostros en las sombras que los miraban mientras continuaban inmóviles. Uno de los mendigos sonrió, mostrando su estropeada dentadura y provocando la reacción airada de uno de los chicos.
Visiblemente enfadado combinó amenazas e insultos mientras animaba a su amigo a apoyarlo. Su reacción fue tan agresiva que parecía que sus tatuajes serpenteaban por las venas hinchadas. La mezcla de nervios con alcohol le animó a retarlos a enfrentarse con él.
Los mendigos respondieron soltando el carrito, que se deslizó calle abajo obligándolos a apartarse ante el riesgo de ser atropellados.
El paso del carrito por su lado les permitió observar curiosos su macabro contenido. Una exquisita combinación de flores de plástico polvorientas y hojas secas, todavía embarradas, adornaban un neumático desgastado que lo coronaba. Cruzándolo, una cinta policial en la que alguien había tachado el “No pasar”, y sustituido por alguna dedicatoria de difícil lectura. Varios ramos de flores marchitas caían por los bordes, como seres apenados que se lamentan por la pérdida de un compañero. Observaron, apretujado en el interior, el cuerpo inerte de un hombre que yacía sobre un lecho de mantas viejas. Lo habían vestido con lo que en su día fue un traje plateado, adornado con brillantes que habían sido arrancados. La cara del finado que, con la piel apretada a los huesos, los ojos hundidos en sus cuencas y los labios cuarteados cubiertos por una descuidada barba amarillenta, temblaba al ritmo del traqueteo. Hasta que el carrito tropezó con algo, se paró y la cabeza se agitó bruscamente con un desagradable crujido.
Uno de los chicos intentó tocar al muerto, desconfiando de su autenticidad, pero su amigo lo interrumpió provocando un sobresalto en él que les asustó. Entre gritos, descargaron la tensión con empujones mutuos hasta darse cuenta que estaban rodeados por la comitiva, que había parado la cantinela buscando respeto a su compañero fallecido.
El otro chico, más cauto, tiraba de su amigo para apartarlo; el cual, con mezcla de curiosidad y tozudez, insistía en quedarse a ver de que iba todo aquel carnaval macabro. Los mendigos arremolinados alrededor, se apartaron, dejando un hueco para los muchachos.
Reservado o cauto, el caso es que mientras uno se apartaba, su amigo, más decidido, se unió al círculo mirando con desafío a los mendigos a su lado. A pesar de las recomendaciones para que se marcharán, parecía fascinado con el extraño ritual.
Los mendigos miraron al unisono al chico que se había quedado fuera. Intuyendo las inexpresivas caras envueltas en sombras, no pudo aguantar la mirada y bajó la cabeza. Reanudaron los cánticos superponiéndose levemente unos a otros, pero acompasados para crear un efecto hipnótico que llegaba incluso a marear. Se dio cuenta que el alcohol estaba aumentando todas aquellas sensaciones y al momento ya estaba arrodillado en el suelo sujetándose la cabeza con una mano.

Entre el coro de voces distinguió la de su amigo. Con esfuerzo levantó la cabeza y lo vio como, divertido, intentaba seguir la cantinela. Quería rescatar a su amigo, de verdad lo quería, pero el miedo le impedía acercarse.
Las risas se fueron tornando un solemne cántico a medida que iba cogiendo el ritmo. Aquello era de locos y su tatuado amigo empezaba a perder la razón. Se levantó, manteniendo la mirada en el suelo sobre el que las sombras danzaban al compás de la titilante iluminación. Entre las sombras se distinguía, impecable, la de su compañero. Se dirigió hasta el grupo de dolientes, evitando con cautela todo contacto, hasta que pudo agarrar la chaqueta y tirar hacia fuera del corrillo. Sin dejar de canturrear, se resistía a ser movido, obligando a dar un fuerte tirón para apartarlo. Ahora sí consiguió moverlo, haciéndole perder un zapato y despegar la suela del otro. Los mendigos lo rodearon tirando con firmeza hacia el otro lado. A pesar de sus esfuerzos no pudo evitar que su amigo se marchara con la Compaña, desgarrando incluso la impecable chaqueta, que quedó en el mismo estado lamentable que las de sus nuevos compañeros.
Uno de los mendigos sacó un sombrero de algún lado y se lo colocó al nuevo miembro, mientras con una voz cavernosa decía: “Ahora es nuestro y su destino es ser un plañidero de pobres difuntos”.
Ante la insistencia de los mendigos por incorporarle a la Compaña, el chico no dudó en salir huyendo todo lo deprisa que sus piernas le permitieron, mientras los otros se perdían por callejuelas adyacentes.

Ya nunca volvió a ser el mismo y se volvió introvertido hasta extremos absurdos. Abandonó el aseo personal y cada vez aparecía menos por casa. Cuando lo hacía era para tumbarse al borde del coma etílico, hasta recuperarse y combatir la resaca con más bebida. Lo único que guiaba sus pasos era la obsesión por encontrar a su amigo para rescatarlo de aquel destino miserable.
Hasta tal punto llegó su obsesión que cuando oía un carrito ser arrastrado, no dudaba en correr hacia el lugar e interrogar al portador. La negación era la respuesta más habitual, para acabar en insultos mutuos cuando el chico insistía, sin estar convencido de la respuesta.
En su deambular cotidiano vio el resplandor de una hoguera en un callejón, proyectando sombras en las paredes. Con premura fue al lugar donde varios mendigos se calentaban alrededor de una estufa improvisada en un bidón. Uno por uno fue descubriéndolos de sus capuchas con la esperanza que alguno fuera su amigo desaparecido. Molestos por la intrusión, los mendigos se defendieron con empujones, provocando la ira del chico que comenzó a golpearlos. La violencia aumentó y no tardaron en aprovechar su número para apalear al chico que acabó tendido en el suelo sollozando entre hilillos de sangre.
Cansado y dolorido, se resguardó en un portal donde se quedó dormido.
Un liquido caliente lo despertó acompañado de una fuerte jaqueca. Levantó la mirada y apenas pudo ver a dos muchachos que orinaban sobre él entre risas y mofas, en un bautismo que definitivamente lo convertía en “uno de ellos”.

FIN
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Grotesca Compaña by Gregorio Sánchez Ceresola is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en http://relatosgregorio.blogspot.com.es/2015/10/grotesca-compana_14.html.

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